martes, 1 de julio de 2014

Plegaria en el Solsticio de Verano al modo masónico

Cuando comienza el solsticio de verano en el hemisferio norte, se celebran
en muchos lugares los ritos del fuego que celebran la plenitud solar y al
mismo tiempo el momento que empieza a decrecer el tiempo de luz natural.
Y eso es, “luz”, es lo que respondemos los francmasones cuando el Maestro
nos pregunta qué buscamos al comienzo del rito de la iniciación, en el momento
en que dejamos atrás las tinieblas profanas; lo mismo que dijo nuestro
hermano Goethe en su lecho de muerte, antes de cerrar los ojos para siempre: 
“Luz, más luz”.

El solsticio de verano es un momento de la Rueda Anual en el que la distancia angular del Sol al Ecuador de la Tierra es máxima. Esto implica que el sol alcanza
su punto más alto en el firmamento terrestre. La mayor duración de la jornada 
diurna implica que el reinado de la oscuridad es este día el más corto. Es un momento de esplendor en la Naturaleza y las plantas se cargan de energías portentosas mientras los masones evocamos una celebración que se remonta a muchos siglos atrás y nos hermana a las grandes civilizaciones del pasado.


Según una creencia hermética, los solsticios de verano e invierno son hitos del espacio-tiempo cósmico, momentos-puente en los que la Tierra percibe la esencia de identidad e intensa comunicación que existe entre los seres que habitan el Universo. En la tradición de los misterios eleusinos de la antigua Grecia, los solsticios son dos puertas zodiacales, los puntos de entrada y salida de la 
"caverna cósmica" en la que se refugia el planeta en su eterno viajar alrededor del sol, que se designan como "la puerta de los hombres" y la "puerta de los dioses".

La primera, regida por la posición de Cáncer en el firmamento, corresponde al solsticio de verano, y es la material pues nuestra especie necesita la luz solar para vivir. La segunda, marcada por Capricornio, pertenece al espíritu, al reino del conocimiento y llama a nuestro desarrollo interior, mental y de carácter.

Esta alternancia nos recuerda que el ciclo anual está dividido en dos mitades, una "ascendente" y otra "descendente" como dice la filosofía vedanta de los hindúes. Pero no debemos olvidar que en este mundo en el que cada cosa encierra a su contraria y en el que la luz envuelve su sombra, existen también dos hemisferios terrestres, dos tiempos en la esfera. Esto quiere decir que lo que entre nosotros es solsticio de verano en Chile es, por ejemplo, solsticio de invierno.

La masonería tiene un inmenso legado, viene de una tradición de conocimiento 
que se remonta a la antigua Sumer, el martirizado Irak de hoy. Allí los sumerios ya construían zigurats para observar el firmamento y fijar las fechas destacadas de solsticios y equinoccios. También en Egipto se adoraba al sol y su aparición en el solsticio de verano quedó impresa en la memoria ancestral de sus piedras sagradas. Lo mismo que en las civilizaciones azteca, tolteca, maya o inca, cuando levantaban sus grandes plataformas piramidales con el fin de rendir culto al sol, de cuyo perihelio dejaron constancia en su impresionante calendario solar.

Entre nosotros, han sido los celtas la cultura que ha mirado al cielo con mayor fervor. Muy inclinados también hacia la Luna, como cultura que apreciaba el papel fundamental de la mujer, los celtas arcaicos izaban al firmamento sus grandes monumentos megalíticos dedicados a Lug, el dios-padre solar, en los que puede leerse el ciclo solar con precisión como se ve en el impresionante Stonehenge. 
Los druidas, como los hindúes, dividían el año en dos partes de seis meses, 
Samos y Giamos, que representaban el mundo de la Luz y el de las Sombras. 
Estas mitades están agrupadas en doce períodos lunares que forman un ciclo 
anual, pues el calendario celta gira entorno a las cuatro grandes fiestas de Imbolc, Samain, Beltane y Lugnasad, que señalan las cuatro estaciones de tres meses. 
Los romanos, y tras ellos los cristianos, hicieron coincidir sus fiestas menores con aquellos acontecimientos que ya celebraban sus ancestros celtas y etruscos.

Así el solsticio de invierno es la fiesta de San Juan Evangelista, aquel que lleva el conocimiento y la iniciación espiritual y el solsticio de verano pasó a ser la noche de San Juan Bautista, la celebración de la vida y la amistad. Las antiguas fiestas en torno a las hogueras que celebran el triunfo de la luz y el compañerismo continúan sucediendo hoy en muchos lugares de España.

Durante el equinoccio hemos ido saliendo de la oscuridad invernal, cuando nuestro espíritu se recogió en la reflexión. Ahora, con el Sol en su apogeo, es nuestro corazón el que reclama protagonismo como fuente de calor interior. Nos anima a valorar el presente en su plenitud para seguir labrando con modestia y tesón nuestro futuro, para que nuestra vida sea también plena mediante el amor por nuestros semejantes, sin exclusiones, prejuicios ni jactancias. Que nuestro día a día se tiña del amor pitagórico hacia todas las criaturas y así, impregnados por este sentimiento, rindamos culto a la vida y a los principios creadores que la inspiran. De esta manera ayudaremos a que desaparezca de nuestra mente la intolerancia, la tentación de creernos diferentes y separados de los otros.

Empecemos por nosotros mismos; hemos de aceptarnos y querernos, por encima de errores y defectos pues somos mezcla de sombra y luz. Si somos capaces de liberarnos de las dudas que nos atenazan, de los complejos de superioridad o inferioridad, de la desazón frente a la angustia o el desamparo, habremos limpiado la mente y nuestra auténtica energía podrá liberarse. Así nuestro corazón podrá latir con el ritmo solar del que está hecho y podremos sentir por los demás la compasión que a nosotros mismos nos negábamos.


Quiero dedicar el último tramo de mi intervención a una cuestión lingüística de importancia para nosotros. Ya sabéis que las cuestiones de la Lengua son mi afán 
y mi oficio y que cuanto sé y aprenda de ellas lo compartiré con vosotros.

Me refiero al término /logia/, palabra clave de nuestra fraternidad y cuyo simbolismo representa el Taller donde trabajan los canteros, los obreros masónicos, al abrigo de las inclemencia cotidianas. Su mensaje semántico viene de tiempos muy lejanos y alcanzó antes el ámbito lingüístico germánico que el latino en su evolución etimológica por el tronco indoeuropeo común. El vocablo parte de la raíz consonántica [lk] que en sánscrito arcaico significa “ver” o “cerrar” (de ahí que el idioma inglés, de honda raíz germánica, haya conservado dos voces similares, to look y to lock, para significar respectivamente estas dos acciones verbales). Más tarde, en el sánscrito vedanta, aparece el morfema [lok] que significa “lo que se ve y está cerrado” o, dicho con otras palabras, “el Mundo como representación del Cosmos”.

El viaje desde la lengua sagrada del valle del Indo hasta los confines de Europa provocó derivaciones que han enriquecido nuestro acervo simbólico desde distintas fuentes. En primer lugar la voz germánica [Lug], que entre los celtas denominaba al dios de la Luz, principio generador y padre. Es el mismo “verbo creador” en la acepción del Génesis, el acto en sí, la creación. En segundo término, posterior en el tiempo y como parte de la herencia de las invasiones dorias, el vocablo heleno [logos] indica ya “palabra” como universo de los conceptos y unidad expresiva. De aquí derivó el término latino /logia/ como lugar cerrado para trabajar en el arte y la técnica, es decir en el conocimiento contemplando la luz de la Belleza.

Tal vez fueron los adeptos a los ritos iniciáticos de Mitra o los maestros de los Misterios de Eleusis quienes establecieron esta idea de logia como morada sagrada que celebra la Sabiduría, la Verdad y la Belleza. Nosotros los masones lo consideramos el humilde taller donde trabajamos en nuestra condición de obreros siempre aprendices, sea cual sea nuestro grado de sabiduría. Aquí desbastan con paciencia la piedra bruta de la que debe surgir la armonía de la piedra cúbica, la esencia geométrica mineral, la perfección cristalina en la que hasta la propia luz se recrea y bifurca en cientos de rayos multicolores ofreciendo haces de luz distinta y perspectivas multifacéticas.

Hemos pasado del trabajo operativo a la reflexión filosófica y ética. Ya no son las manos sino la mente lo que pule la piedra para desentrañar la verdad y descubrir su intensa belleza. La gran familia humana ha aprendido y ha desarrollado una fecunda tradición de conocimiento que acaricia una y otra vez los significados y analogías de los símbolos. Es esta tarea filosófica y hermética la que nos ayuda en nuestro ascenso iniciático hasta la serenidad de la geometría. Pero no de manera fría, insisto, sino emocionada porque en este ascesis vamos a encontrar la felicidad del equilibrio, la paz curativa de lo que se revela armónico y trascendental, es decir la inteligencia que gobierna la vida y nos rescata de la corporeidad y la efímera individuación para insertarnos en la gran cadena. Es, en definitiva, el aliento que mantiene viva la argamasa de la fraternidad, lo que nos proporciona empuje, fuerza vital, una conciencia renovada ante el milagro de la existencia.

Estamos en solsticio. Celebrémoslo fraternalmente, pero no olvidéis el consejo escrito que da una tablilla sumeria de hace más de seis mil años: “Recuerda que el calor de la celebración vivifica, pero el fuego desbocado transforma todo en desierto”.

Ignacio Merino 
Jerónimo

Taller de Escritura Lengua Suelta

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