Ya me estaba acostumbrando a esa luz intermitente y nocturna,
que sólo hacía unos días se había instalado en mi vida. El nuevo faro. El
antiguo, donde vivía, en unos meses sólo sería una torre sin luz; lo que fue un
proyecto lejano, parecía no llegar nunca, se acercaba a una velocidad inusitada, arrasando
cualquier duda.
Nunca lo consideré mi hogar, pero aquí he
pasado los últimos 30 años; mucho tiempo para no sentir que algo importante iba
a cambiar en la isla. En
todo este período he pasado ocho meses al año, repartidos en dos temporadas. Lo
entendí la primera vez cuando me lo propusieron:
“Cuatro meses en la isla, cuatro meses de vacaciones y
otros cuatro meses de vuelta a la isla. Empiezas el 20 de Abril”.
Aquí he visto pasar mi vida, mis
pensamientos y mis ilusiones. Aquí empezó la soledad. Pronto
llegó el aislamiento, aunque aprendí a vivir con ello; me costó. A Gloria, mi
mujer, aún más. Lo intentó… pero llegó un momento en que ya no lo soportó y me
dejó sin nuestra soledad compartida.
No duró mucho. Me acostumbré sin darme
cuenta. Después de su huida me venían recuerdos que nada tenían que ver con
ella. Sé que fue un día nublado y me invadió la sensación de que ese día gris
no iba a tener fin, que el sol no saldría más.
Los
primeros años, mientras nos acostumbrábamos a esa nueva vida, pasaron sin
prisa, sin ver que la soledad rondaba sobre nuestras cabezas. Los años
siguientes nos acompañó Tor, un setter con mezcla de bretón español, regalo de los
compañeros de la Comandancia, pues ellos si veían lo que nosotros ya sentíamos
pero no queríamos entender.
Es verdad que durante unos meses nos volcamos
en el perro y nos unió contra la soledad. Pero cuando se hizo independiente y sólo
teníamos que estar al tanto de rellenar el cuenco de comida dos veces al día,
volvimos al principio. Para mí esto significó la aceptación de la soledad. Pero sólo
para mí. Para Gloria fue el final.
Tiempo antes me pidió que tuviéramos un
hijo, un intento por seguir juntos. Pero ninguno de los dos puso un interés
desmesurado por arrastrar al otro y conseguir descendencia.
Llegó el día en que ella no me acompañó a la isla. Entré solo a la
Comandancia, nadie me preguntó, nadie se extrañó. Recogí a Tor de la perrera, nos metimos en la barcaza y en 50 minutos estaríamos
en el faro; Nuestra casa durante cuatro meses. En la travesía Tor ponía su
rostro contra el viento, sabiendo a donde iba… seguro, alegre, quieto, el único
momento que no estaba con ese movimiento nervioso e incansable de los perros de
caza. No me miró al saltar a la orilla, no extrañó a Gloria, corría feliz de
estar libre y yo detrás, sin correr y sin pensar.
El faro nuevo, controlado a distancia,
me echaba. Lo demás pasó hace mucho tiempo, aunque parezca cercano. Mi faro se
apagaría y sólo quedaría una luz más
nueva, más potente, más fría. A mí, en poco más de dos años, me darían la jubilación. Ese
tiempo lo tendré que pasar en una oficina y buscar una isla con faro y un Tor que se alegre siempre de verme, que
sustituya al que dejé en esta isla donde vivió hasta los 12 años y en los
últimos días me miraba a los ojos y me acordaba de Gloria, que se volvió a
casar y tiene ahora dos hijos.